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HA… CHE RETà PARAGUAY ✓

141 AÑOS DE CERRO CORÁ. NO SE HA ESCRITO EL ÚLTIMO CAPÍTULO DE NUESTRA HISTORIA.

Por Ronald León

Mediados del siglo XIX. Inglaterra es la primera potencia industrial y económica del mundo. Es el Imperio más poderoso política y militarmente en todo el orbe. La revolución industrial está en su apogeo, el capitalismo en pleno ascenso. Su cuna es Londres.

Marx describe el espacio comprendido entre 1848 y 1864 en Gran Bretaña como “un periodo único en los anales de la historia por el desarrollo de su industria y el florecimiento de su comercio”. La técnica avanza a un ritmo nunca antes visto. La máquina de vapor eleva la productividad al máximo.

El gigante inglés produce 50 veces más hierro per cápita que el resto del mundo y 100 veces más tejidos de algodón que cualquier otro país; cerca del 70 por ciento de su producción es exportada y casi la totalidad de su materia prima llega de los países atrasados. Además, la flota inglesa, por entonces, es la mayor y mejor del planeta[1]. La burguesía británica no tiene paralelo en cuanto a poder. En contrapartida, crece la clase obrera en medio de la más brutal explotación, desolación y miseria. El coloso proletariado británico comienza a organizarse en sindicatos y a demostrar su fuerza a la clase de los patrones. La lucha de clases se encarniza y un fantasma comienza a recorrer Europa…

 

Progresivamente, el capitalismo mundial comienza a acentuar sus rasgos parasitarios y monopolistas. El capital se concentra de manera creciente en pocos conglomerados o trust. Si bien la técnica se supera permanentemente a sí misma de forma impresionante, empieza a hacerlo en detrimento del ser humano y la naturaleza. Las llamadas fuerzas productivas, bajo el capitalismo, comienzan a estancarse. El imperialismo, que sería definido por V. Lenin años más tarde como la “fase superior” del capitalismo en decadencia, como la “fase monopolista del capitalismo”, comienza a levantar sus siete cabezas.

 

El dominio colonial inglés

 

El inconmensurable salto en la producción en general y textil en particular – ésta última principal rama industrial de la época- exigió nuevas fuentes de materias primas y nuevos mercados para colocar las mercancías inglesas. El colonialismo fue llevado a límites de extrema rapiña. Nos dirá Lenin posteriormente en su célebre obra sobre el imperialismo: “La posesión de colonias es lo único que garantiza de una manera completa el éxito del monopolio contra todas las contingencias de la lucha con el adversario (…) Cuanto más adelantado se halla el desarrollo del capitalismo, cuanto con mayor agudeza se siente la insuficiencia de materias primas, cuanto más dura es la competencia y la caza de las fuentes de materias primas en todo el mundo, tanto más encarnizada es la lucha por la adquisición de colonias”.

 

La propia dinámica del capitalismo, un sistema de producción basado en la explotación del ser humano y de un puñado de naciones sobre las otras, exigía la conquista de nuevos mercados, fuentes de materias primas y mano de obra barata. A estos afanes expansionistas se los arropó con las banderas de la “civilización”, las cuales fueron enarboladas por la escuadra y la diplomacia de Su Majestad.  

 

Pintemos una idea del dominio colonial, en particular del inglés, en el mundo de entonces. En 1862, el 29,4 por ciento del planeta es dominio colonial; en 1912 el porcentaje asciende a 63,3. Entre tanto, en 1910, el 60 por ciento de los seres humanos viven bajo la opresión colonial: 961 millones sobre 1.600 millones. Gran Bretaña tiene bajo su yugo directo, sin considerar la dominación disimulada, nada menos que a 421 millones de personas[2].

 

Esto se traduce en un crecimiento portentoso de la renta “nacional” de Inglaterra, fruto de la succión de riquezas de otros pueblos. La economía inglesa crece, desde mediados del siglo XIX, en un 3,3 por ciento anual[3].

 

Una fibra tan delgada como importante

 

En esta expansión industrial, la materia prima clave era el algodón. Inglaterra consume 108 millones de kilogramos de esta fibra a inicios del siglo XIX. En 1880 consume 2.000 millones. Los Estados Unidos le proveen más de 50 por ciento de la fibra textil. Los ingleses poseían 30 millones de husos contra 6 en Francia, otro tanto en EE.UU y millón y medio en Alemania y Rusia; por lo cual podían duplicar el comercio exterior con los galos y triplicar el de los germanos[4]. 

 

El algodón era vital para mantener en funcionamiento las fábricas inglesas y sostener el crecimiento y la expansión colonial. En el mismo nivel estaba el transporte, sobre todo los ferrocarriles, que se construían con el expreso motivo de trasladar el algodón a las ciudades industriales.

 

Del algodón dependía casi todo el engranaje de la monstruosa maquinaria de explotación local y colonial. En un sistema económico que dependía de la extracción de materias primas de los países coloniales o semi-coloniales y la conquista de los mercados internos de esos mismos países para la introducción de mercancías manufacturadas provenientes de Inglaterra, cualquier pequeña falla o “anomalía” podía generar serias crisis.

 

Y fue esto lo que sucedió cuando estalló la Guerra de Secesión en los Estados Unidos (1861-1865). La suspensión del envío del algodón a los centros industriales, debido al conflicto, generó una crisis catastrófica en Inglaterra. El puñal fue directo al corazón del Imperio.

 

Al respecto, señalan Marx y Engels: “Inglaterra hace frente hoy (1861), como hace quince años a una catástrofe que amenaza sacudir la raíz misma de todo su sistema económico”. Agregan los padres del socialismo científico que, siendo el algodón la principal materia prima de la industria inglesa, “de su manufactura depende la subsistencia de una masa de gente mayor que el total de la población de Escocia y los dos tercios del actual número de habitantes de Irlanda” [5] .

 

La mano venía dura. El comercio inglés cae brutalmente. Entre enero y setiembre de 1861 cae en unos ocho millones de libras, de las cuales cinco millones seiscientas mil corresponden al comercio con los Estados Unidos. Este descenso se mantendrá hasta 1863.

 

No se debe perder de vista que los Estados Unidos también tenían una altísima demanda de productos manufacturados ingleses. El drama es de mucha magnitud. Para cubrir el agujero dejado por los estadounidenses, el Imperio Británico debe conquistar urgentemente otros mercados y fuentes de materias primas. Para esto, Su Majestad combinará hábilmente caricias con garrote, diplomacia con escuadra.

 

En un lejano país…

 

La Guerra contra el Paraguay (1865-1870) se enmarca en la política expansionista y monopólica de Inglaterra y, específicamente, en la crisis del algodón, que sacude la industria inglesa hasta sus raíces. El poderoso Imperio inspecciona el globo en busca de riquezas y mercados que succionar. No le es indiferente nada que pasara fuera de sus fronteras pues sus intereses son globales. Su política es mundial porque el mercado que apetece también lo es. Y la aplicará sin miramientos, sea vía intervención armada, sea vía del guante blanco de su diplomacia sabuesa. Solo tiene una salida: aumentar la explotación a su propia clase obrera y recrudecer  el pillaje colonial.

 

Mientras tanto, en una tierra lejana a la brumosa isla europea existía un pequeño país que no encajaba con el esquema que los industriales y banqueros ingleses imponían al mundo.

 

Existía una Nación que, tras romper con el Imperio Español en 1811, devino tercamente en República y pudo conquistar su independencia absoluta, es decir económica y política, también de Portugal y de los afanes centralistas de la oligarquía de Buenos Aires, sub-metrópolis de la Gran Bretaña en el Plata. En esa República llamada Paraguay se vivía uno de los procesos revolucionarios, desde el punto de vista de las revoluciones democrático-burguesas, más profundos en Latinoamérica.

 

Obligado por un bloqueo económico perverso de Buenos Aires y sustentado en un fervoroso apoyo popular, el Dr. José Gaspar Rodríguez de Francia, el “jacobino de América”, lideró una reforma agraria radical expropiando y reventando con “contribuciones” forzosas a los españoles, españolistas, porteñistas y al mismo Clero Católico. Con las tierras que expropió creó “Estancias de la Patria”, campos estatales donde la producción era planificada y diversificada. El Estado arrendaba las tierras a precios ínfimos al campesino y les proveía de herramientas. Se impuso el monopolio del comercio exterior de forma casi completa, se creó el primer sistema de educación pública que casi eliminó el analfabetismo y se desarrolló una incipiente industria nacional en dos ramas bien conocidas por los británicos: hierro y textiles.

 

De la antigua economía colonial basada en el monocultivo, el Paraguay comenzó a producir lo que necesitaba e, incluso, a generar excedentes de lo que antes importaba.

 

Los López, Don Carlos y Francisco Solano, a la muerte de Rodríguez de Francia, se apoyan en el modelo económico independiente y comienzan un proceso de modernización capitalista sin intervención de capital extranjero y sin recurrir a créditos internacionales. No había deuda externa ni desempleo debido, por sobre todo, a la planificación económica de la agricultura. El Paraguay, profundizando la tenencia estatal de sus tierras y controlando el comercio exterior fuertemente, funde hierro, bota vapores construidos en sus astilleros, construye caminos de hierro, inaugura un ferrocarril, un sistema de telégrafo, fabrica armas, cañones, pólvora…

 

El propio cónsul norteamericano Hopkins alertó en 1846: “es la nación más poderosa del nuevo mundo, después de los EE.UU (…) su pueblo es el más unido, el gobierno es el más rico que el de cualquiera de los Estados de ese continente...”[6].

 

Su progreso alarma. No solo a sus poderosos vecinos, en donde se importaba hasta  una cuchara del amo ultramarino. Su Majestad comienza a sentir una molestia en sus zapatos. En Inglaterra crece la irritación por aquel “mal ejemplo” y por la sed de controlar ese mercado y deglutir sus recursos, entre ellos el más codiciado, el excelente capullo de algodón paraguayo. Ya decía Don Carlos A. López en su  “Mensaje” a la República en 1849: “el algodón es otra producción que debe formar un artículo importante de exportación. El algodón paraguayo tiene las tres condiciones que los fabricantes exigen del algodón: largo, fino y fuerte”[7].

 

La “civilización”…en la punta de las bayonetas

 

Comienza entonces la campaña para “corregir” la “anomalía” de aquel Paraguay. ¡Obstruyen el libre comercio! ¡Qué impertinentes! ¡Qué gobernantes y pueblo tan “salvajes”!...braman los ingleses y lo corean sus hurreros en el Plata. Es urgente iniciar una cruzada para “civilizar” a los rebeldes y acabar con el “Atila de América”, Solano López. No se podía admitir ninguna experiencia que se opusiera la estructura de dominación colonial o neo-colonial. La división internacional del trabajo debía mantenerse intacta, aunque se precisen sangre y fuego.

 

El mercado paraguayo debía abrirse a cañonazos e Inglaterra lo hubiera hecho sin empacho, a plena luz del día, de no contar con tan codiciosos como sumisos lacayos en la región que se empujaban por besar el anillo de Su Majestad: el gobierno de Mitre, la monarquía esclavista del Brasil y el sector liderado por Venancio Flores en el Uruguay. Estos gobiernos, ahogados en deudas y totalmente dependientes del comercio e industria británica, le permitirán al Imperio ejecutar el genocidio escondiendo la mano.

 

El vergonzoso Tratado de la Triple Alianza, que pacta la destrucción y repartija del Paraguay, se acuerda en Junio de 1864 en la Conferencia de Puntas del Rosario a instancias del diplomático británico Sir Edward Thornton. La suerte del Paraguay estaba echada casi un año antes de la firma “oficial” del Tratado y de que López “inicie” las hostilidades. El propio diplomático del Imperio del Brasil en ese entonces, José Antonio Saraiva, confesó en 1894 que la Triple Infamia: “no surgió después de la “agresión” paraguaya a la Argentina en abril del 65, sino en las Puntas del Rosario en Junio del 64”. Sus declaraciones dejan claro que “dichas alianzas empezaron el día en que el ministro argentino y el brasileño conferenciaron con Flores en las Puntas del Rosario (18 de Junio de 1864) y no el día en que Octaviano y yo, como Ministros del Estado, firmamos el pacto (1 de Mayo de 1865)"[8].

 

Por entonces, Bartolomé Mitre, aquel de “en tres meses en Asunción”, afirmaba orondo y solemne: “Cuando nuestros guerreros vuelvan de su larga y gloriosa campaña a recibir la merecida ovación que el pueblo les consagre, podrá ver el comercio ver inscriptas en sus banderas los grandes principios que los apóstoles del libre cambio han proclamado para mayor gloria y felicidad de los hombres”[9].

 

Pero, como es sabido o aún debe saberse, el pueblo paraguayo, antes de ser prácticamente exterminando, dio al mundo un ejemplo de heroísmo casi sin paralelo en la historia de la humanidad. Los “tres meses” se convirtieron en cinco largos y costosos años para tres ejércitos materialmente superiores, financiados y pertrechados por el monopolismo inglés. Por el contrario, la base industrial paraguaya hacía que nuestro ejército se proveyera de armas, balas, pólvora y cañones hechos nuestras fábricas y en la Fundición de Hierro de Ybycui, orgullo e insignia de la industria siderúrgica nacional. Cuando ya no había proyectiles, los paraguayos y paraguayas cargaban sus cañones con pedazos de vidrio, cocos y balas de fusil. Cuando ya ni esto quedaba ¡Que importaba! estaban las uñas y los dientes de mujeres, niños, ancianos y heridos para defender la revolución y la independencia nacional ¡Épica epopeya! ¡Épica inmolación!

 

La Guerra de la Triple Alianza destruyó al Paraguay. La “civilización” que trajeron los aliados fue la muerte, el saqueo y los crímenes de guerra más horrendos. La Guerra  devasto económica y demográficamente al Paraguay. Se habla que un exterminio de más del 50 por ciento de la población, algo no visto, proporcionalmente, ni en las guerras mundiales. Desde entonces, mediante los inestimables servicios de los sucesivos gobiernos títeres, la historia del país es una historia de sometimiento y entrega vergonzosa. Al Paraguay lo convirtieron en colonia de colonias. Y los “vencedores” brasileños, argentinos y uruguayos vieron sus cadenas reforzadas a través de los siderales empréstitos que les proveyera la banca británica, sobre todo Rotschild y Baring. El único ganador de la mayor matanza en Sudamérica fue el capitalismo inglés.

 

¡Por una segunda Revolución que conquiste una Segunda Independencia!

 

El mejor homenaje, a ciento cuarenta y un años de aquella ultima y sublime resistencia en Cerro Corá y a doscientos años de 1811, es emprender la lucha decidida por una Segunda y Definitiva Independencia.

 

Esta lucha de liberación nacional de toda dominación imperialista no podrá concretarse sin una liberación social dentro de nuestras fronteras y a nivel internacional, es decir, sin una Revolución Socialista que instaure una economía planificada y un de y para la clase trabajadora de la ciudad y el campo.

 

Es urgente una Revolución como la que encabezaron Rodríguez de Francia y los López. La diferencia hoy está en que las tareas de liberación nacional y social ya no estarán en manos de sectores burgueses de ningún tipo, sean estos “democráticos” o “reaccionarios”, sino de las clases explotadas y oprimidas. Solo las masas obreras, campesinas, las mujeres y hombres de manos callosas podrán liberar al país del imperialismo en el mismo proceso en el que se liberarán de la explotación de la burguesía nacional, cómplice y títere de las empresas y bancas multinacionales.

 

Suena a una diana. Nos llama a luchar hoy como nuestro pueblo que se inmoló en la gran guerra por defender nuestra libertad y no ver al Paraguay siendo esclavo de otras naciones. Nosotras y nosotros somos los herederos de su temple valeroso y de su gran ejemplo que está vivo en nuestro ser y nos quema más que el fuego. De su extraordinario legado  debemos estar orgullosos y orgullosas y lo debemos honrar mientras vivamos. Escuchando aún los rugidos de aquellos leones y leonas paraguayas, no podemos dejar de rugir también. Si acudimos al llamado de aquel pueblo bravo, podemos aún ganar esta guerra que no ha terminado. No se ha escrito aún el último capítulo de esa historia, porque 1870 no fue el fin del Paraguay, como hubieran querido, fue el comienzo de la lucha por la Segunda Independencia.

 

[1] Chiavenato, Julio José: Genocidio Americano. La Guerra del Paraguay. Ediciones Carlos Schauman. Asunción, 1984. p. 88

[2] Pomer, León: La Guerra del Paraguay. Estado, política y negocios. Centro Editor de América Latina. Buenos Aires, 1987. p. 23

[3] Id., p. 23

 

[4] Id, p. 26

 

[5] Marx, Carlos y Engels, Federico: La Guerra Civil en los Estados Unidos. Lautaro, Buenos Aires, 1946, pp. 108-112.

 

[6] Pomer, op.cit., p. 45

 

[7] Woodbine Parish: Buenos Aires y las provincias del Río de la Plata. Editorial Hachette, Buenos Aires, 1958, p. 354

 

[8] www.lagazeta.com.ar

 

[9] Ídem

 

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