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Acompañadamente solos

Por Benjamín Fernández Bogado
La fascinante pantalla de los teléfonos está acabando con el rito de la conversación, de las miradas y de los gestos.

Las redes sociales han profundizado la angustia de muchos, que se hace más grave en los grupos donde la soledad es aún más intensa.

Uno se suma a esos conglomerados, donde el único denominador común es saberse angustiosamente solo.

Las reuniones sociales están dominadas por sujetos que no quieren estar con nadie más que con el aparato telefónico, a través del cual están unidos a cientos en iguales circunstancias.

Al ritmo que vamos, el mayor negocio del futuro será enseñar a conversar de nuevo. Las clases serán proporcionalmente más cortas o largas con relación a cuánto de nuestra conversación social cotidiana se canaliza por ese medio.

La extraordinaria película de Alejandro González Iñárritu, Babel, de hace diez años, contaba la dramática historia de una joven japonesa sordomuda que solo se comunicaba a través del teléfono y a través del cual no podía descifrar ni la extraña muerte de su madre y menos expresar su amor hacia el policía investigador.

Lo que nos hace parecer más acompañados y amados es, sin embargo, lo que más nos aleja de la fascinante experiencia de estar juntos para encender el fuego de la solidaridad, la humanidad y el conocimiento.

Los hombres reunidos alrededor de la fogata de Platón no eran capaces de entender las sombras en las cavernas solo con mirar la lumbre: hacía falta salir a la claridad para conocer qué o quién las proyectaba.

En la mayor revolución tecnológica que recuerde el género humano, vivimos la más profunda de las soledades porque no somos capaces de entender el valor de la proximidad y menos el fuego de las falsas cercanías proyectadas por los teléfonos "inteligentes".

En una reciente clase de maestría volví a ver la extraordinaria presentación –que se las recomiendo– de la sicóloga del MIT, Sherry Turkle, quien en menos de 20 minutos fue capaz de presentar las grandes contradicciones de estar solos pero comunicados.

Su argumento lo pude comprobar hace unos días, cuando un grupo de amigas levantó una foto con el cajón fúnebre de una compañera muerta recientemente.

No era suficiente estar ahí... lo que valía es contarles a los otros –y quizás a ellas mismas– que habían estado "llorando" el fallecimiento de una amiga.

Las redes sociales han disminuido el número de espías, ya que la información, incluso aquella que pareciera confidencial, es entregada generosamente por la persona, cuya vida particular debería ser guardada con mayor recato.

Los corruptos sirven en bandeja la información sobre sus bienes, lugares visitados, amantes ocasionales e incluso banquetes que superan con creces sus magros ingresos legales.

Todos quieren contar con quiénes están, presumir o proyectar una vida que está lejos de la realidad que viven.

Los seres humanos deben retornar al germinal rito de la conversación que une y estrecha, y acabar con los mensajes que solo consiguen acortar las relaciones, contaminarlas de mentiras y añorar la claridad.

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