MANCUELLO Y LA PERDIZ. UNA LECTURA
Este mes se cumplen 46 años de la redacción de la nouvelle más famosa de Carlos Villagra Marsal, cuya primera versión está fechada entre octubre y diciembre de 1964. Por ser un clásico de clásicos de la literatura paraguaya, muy publicado pero poco leído en la actualidad, va esta revisión conmemorativa. “El cielo se descompuso desde la siesta…”. LOM Ediciones, 1999. Santiago de Chile. Pág. 13
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Un peón ordena sus aperos y es observado por el niño de la casa donde trabaja, mientras el clima se dispone a entregar una esperada lluvia tras semanas secas. Para pasar el rato, el peón le ofrece una historia al niño: va de un matón de pueblo, llamado Mancuello, que cierta vez, cuando sus abusos tenían en vilo a todo el mundo, durante una época de sequía, recibió la visita del arcángel Gabriel, personificado en una especie de Trosperín (mezcla de Próspero, tropero y bailarín), y recibe un merecido castigo, a la par que llueve, bendiciendo el campo. La historia, fábula sencilla y encantadora, como un buen dulce de mamón, que por bocado de más resulta empalagoso y provoca estreñimiento (riesgo del que por momentos no sale airoso el relato), tiene una vuelta de tuerca: es un ejemplo aleccionador (los malos son castigados, los ruegos a Dios se contestan, etc.) y a la vez una “broma” aprovechando un desprevenido e ingenuo oyente.
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Escrita en los años sesenta, época del realismo mágico y abundantes experimentaciones teóricas, Villagra Marsal se pone a caballo entre estas dos formas de hacer literatura. “Mancuello y la Perdiz” se basa en un relato popular paraguayo, de esos que corren de boca en boca cambiando tono y color de acuerdo al narrador, pero por cuya columna vertebral corre siempre la misma fábula moral. Utilizando recursos de la literatura del boom, magia y tierra adentro, como dispuesto a contar el corazón de un pueblo, toma el habla oral del guaraní paraguayo como elemento a transliterar a un sistema de signos obediente al más castizo castellano.
Augusto Roa Bastos, en “Hijo de Hombre” -e incluso en las abundantes boutades de “Yo el Supremo”- busca decantar la oralidad guaraní en el castellano, es decir mudar la fuente conservando el agua, en un proceso que incluye traducción e interpretación, valiéndose de todo tipo de recursos lingüísticos. Si bien los resultados pueden parecer dudosos -pues toda poética es inherente al idioma en el cual nace, del cual nace (toda poética es un idioma), y por tanto no se puede traducir-, obtiene una poesía particular dentro del idioma castellano. Hay en su prosa, prácticamente en cada párrafo, un encanto particular, propio, que lo hace un escritor único: gratuitamente pomposo para sus detractores, y el portador del ángel del idioma guaraní para los que lo alaban sin capacidad de crítica. Lo cierto es que bien que mal, es la prosa resultante del cruce de idiomas lo que hace al escritor Roa Bastos, lo que lo caracteriza, lo que lo hace querible. Al margen quedan sus temas, sin desmérito.
El caso de Villagra Marsal es diferente: en vez de buscar esta decantación, lo que hace es traducir literalmente, con lo cual los párrafos de esta novela están plagados cacofonías e incongruencias, salidas de tono, un excesivo afán didáctico, que visto en fragmentos es bastante desagradable. Pero, como no es un escritor ingenuo (es simplemente un tanto aburrido), contrapone a sus excesos una prosa antirretórica, escueta, tomada de la oralidad. Su metaforización es inmanente, no elocuente. Esto es un gran acierto, pues da el tono de levedad que requiere toda fábula para cumplir su objeto: engatusar y adormilar al oyente para que escuche desde sus fueros internos, desde lo que Wordsworth llamaba “los modos oscuros del ser” (el sueño y la locura).
Aquí el relato se inscribe entre lo mejor de una tradición, como es la de la literatura paraguaya, cuya invención narrativa se basa mayormente en la cultura oral y popular. En este sentido también se asocia a escritores latinoamericanos de la misma época, a los que no radicalizaron la asociación urbanidad-modernidad, sino que digirieron lo moderno como una posibilidad de ser de lo tradicional, un espacio donde también se desarrolla.
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Las lecturas de esta novela se asentaron usualmente en los manejos del recurso oral y la transliteración castellano-guaraní, el rescate del cuento popular e intento de escenificación y explicación de la cultura paraguaya; a la par de un abordaje chapucero del espécimen prepotente del tirano latinoamericano.
Sin embargo, lo más interesante del libro ha sido marginado una y otra vez, como si fuera casual e irrelevante: el diálogo desacralizador que mantiene con la literatura.
Villagra Marsal (quizá esto es a pesar de él) entiende el cuento a la manera de Wilde: en el arte todo importa salvo el tema. En cierto sentido, la literatura se asemeja al chiste porque se monta a través de la retórica a las circunstancias con una intención de hacer reír o llorar, pero por sobre todo es un instrumento de contacto humano, fraterno, panfletario, delirante, etc., pero en cuya matriz transporta un sentido extraño incluso para el narrador: como si los temas de todo cuento fueran un karma, por lo cual el cuentista se debe interesar en lo único que realmente es capaz de poseer, es decir, su fatuidad, su forma.
Inscrito en el cuento-dentro-del-cuento, el narrador de una de las historias es a la vez un personaje: el peón, hombre sabio y misterioso, simbolizaría al literato o embaucador de serpientes bobas. El lector está representado en el oyente, un ingenuo niño dueño de la casa donde vino a parar el narrador, por cuestiones de trabajo. La novela del peón termina cuando Mancuello es vengado, convertido en perdiz, y cae la anhelada lluvia en el paisaje de la narración; y esto coincide con la hora de partida del peón y una lluvia, también esperada, que cae en el pueblo del niño.
Sin embargo, la novela que nosotros leemos, en donde el peón y el niño son también personajes, continúa. El niño queda solo en la casa, y allí, oyendo la radio, se entera de una serie de indicios: unos cuatreros son arrestados, lo cual lo hace pensar en que el relato fue una lección personal. Sin embargo, en la noche, bajo el influjo del insomnio, recuerda un hecho crucial, incapaz de comprender su significado: el Castigador de Mancuello tiene los ojos grises, al igual que el peón-narrador.
Hay muchas interpretaciones posibles. El excesivo esmero en parecer un relato infantil (y lo parece), se diluye aquí, y por lo mismo abre camino para pensar los papeles que cumplen los participantes del hecho de leer u oír un cuento. Básicamente son necesarios: 1) la ingenuidad en el lector-oyente (lo cual se obtiene con la capacidad de encanto del narrador, y con la predisposición a ser embaucado del escucha o lee la historia), 2) la mirada siempre lúcida y cínica del cuentista (todo relato es una autobiografía ineludible e imposible) 3) y además la aceptación del carácter banal de toda narración.
En esto último, que es el más profundo tema de “Mancuello y la Perdiz”, radica lo más singular y agradable de esta novela.
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