EL RECUERDO DE LA ATROCIDAD Y UNA REPARACIÓN QUE ESPERA
TROFEOS DE GUERRA. FUERA DE LUGAR. Los muebles que pertenecieron al presidente Francisco Solano López se conservan en el Museo Histórico de Paraná.
- Jorge Riani
El genocidio dejó más de un millón de muertos y un país sin hombres, prácticamente. En Paraguay, la pesadilla tiene tres caras visibles: Brasil, Argentina y Uruguay, y una invisible que ganó la guerra: Inglaterra. Durante el siglo pasado hubo devoluciones de trofeos de guerra y un pedido de disculpas a la nación guaraní. Sin embargo, en Paraná se conservan aún los muebles confiscados a Francisco Solano López. Las piezas de museo son una vergüenza, pero también un argumento para repasar la ambigua relación de los entrerrianos con la destrucción del Paraguay.
Llora, llora urutaú / en las ramas del yatay, / ya no existe el Paraguay / donde nací como tu...
Francisco Solano López fue asesinado de un tiro. La muerte le estaba llegando lentamente, herido y ensangrentado, cuando un disparo de arma apuró el desenlace. Al rato, su quinceañero hijo Panchito López también moría en manos de los mismos ejecutadores.
El cadáver de López fue uno más del millón cien mil que dejó el genocidio paraguayo, ejecutado por Brasil, Argentina y Uruguay. Entre 1864 y 1870, soldados de los tres países diezmaron la población paraguaya, y cuando los ataques llegaron a su fin, a aquel país de origen guaraní no le quedaban más que 28 mil habitantes varones, casi todos viejos o niños.
La Guerra del Paraguay fue una aventura de muerte. Una caravana de horror que ejecutó a todos los hombres de un país y al país mismo. Una guerra que ganó Inglaterra sin disparar un tiro, sin sacrificar un hombre; y que ganó por partida doble: porque provocaba un daño irreversible a un Estado por entonces díscolo con su voraces pretensiones y porque además financiaba la matanza con sus bancos.
Antes de ser atacado por sus vecinos, Paraguay tenía un desarrollo ferroviario, de telegrafía, siderúrgico y de políticas públicas de punta en la región. Luego le llegó la muerte.
La Argentina se sumó a la caravana de matanza argumentando que las tropas paraguayas tocaron suelo nacional en su paso a Uruguay, cuando este país iba a ser invadido por Brasil. Paradojas de la historia: Brasil y Uruguay terminaron aliados contra quien pretendía ayudar al segundo. Y ahí también estuvo la Argentina: aportando hombres, recursos, esfuerzo para devastar al Paraguay.
TROFEOS. Reparar el daño no es posible. Paraguay quedó sumido en un atraso irrecuperable. Apenas algunos gestos se sucedieron en los años posteriores que intentan mitigar la vergüenza del genocidio.
La presidenta Cristina Fernández defendió la figura de Solano López y decidió bautizar con su nombre a una unidad militar argentina. Para la mandataria, la Triple Alianza –como se conoció a la unión de Brasil, Argentina, Uruguay– no es más que la “triple traición a los intereses latinoamericanos y al servicio del imperialismo”.
En 1885 Uruguay devolvió los trofeos de guerra a Paraguay y dejó sin efecto los reclamos económicos derivados de la guerra. Los paraguayos debieron esperar casi 70 años para que Argentina tenga un gesto similar.
Juan Domingo Perón devolvió los trofeos tomados en 1954. No eran buenos esos tiempos para Paraguay. Sobre las cenizas que aún quedaban, mandoneaba el dictador Alfredo Stroessner.
Pero no todo fue devuelto. Una de las principales salas del Museo Histórico Martiniano Leguizamón, de Paraná, exhibe en la actualidad los muebles que fueron confiscados a Francisco Solano López.
Sobre la madera de una mesa de madera noble, un letrerito no deja lugar a equívocos: “Juego de mesa y sillas. Estilo neogótico de fabricación alemana. Fue adquirido por el presidente del Paraguay, General Francisco Solano López, y confiscado por la Aduana de Buenos Aires con motivo de la Guerra de la Triple Alianza (1870)”.
Una mesa, ocho sillas, dos sillones de un cuerpo y uno de tres cuerpos, un escritorio, un espejo con consola, una biblioteca con puertas de vidrios pegados con la técnica del vitreaux pueblan la sala en cuestión y otra anexa.
No es lo único. En las paredes se ven cuadros que reproducen los diplomas que entregaba la Presidencia de la Nación a personas que participaron de la caravana de la muerte, pero que lo hicieron “con valor y disciplina”.
Todo lo que se explica es de una fría neutralidad quizás recomendable para los museos. Los letreros describen la pieza en su aspecto más evidente y hablan de quién hizo la donación. Nada más.
No hay mención al contexto en que los muebles de Solano López vinieron a recaer en Paraná. “Eso es parte de la Entre Ríos Secreta”, observó la periodista entrerriana Aixa Boeykens, quien con agudeza notó la presencia de esas piezas y se lo advirtió a este cronista. Sabe Boeykens, que vivió algunos años en Paraguay, cuánto significó el genocidio con tres caras y una cuarta oculta que se ejecutó contra ese país.
LA CUESTIÓN ENTRERRIANA. En la sala del Museo Martiniano Leguizamón hay tres elementos que evocan la compleja actitud que asumió Entre Ríos de cara al genocidio paraguayo. Un retrato del médico paranaense Francisco Soler, un álbum que le obsequiaron cuando cumplió 80 años y el diploma que acredita su participación en el Asalto a Curupaytí muestra la faceta complaciente con la guerra.
Soler nació en Paraná, se doctoró en Medicina en la Universidad de Buenos Aires y prestó servicio como cirujano del Ejército. Desde ese cargo estuvo en el escenario de batalla. No fueron pocas las campañas contra Paraguay en las que prestó servicio, y en Curupaytí asistió a Domingo Fidel Sarmiento, más conocido como Dominguito, el hijo del ex presidente Sarmiento, en sus últimos minutos de vida. Una vida que también se cargó la guerra.
La llamada Guerra del Paraguay dividió a la sociedad argentina en general, y a la entrerriana especialmente.
La sola noticia de la matanza de paraguayos irritaba. Un sinsentido de muerte, una energía para la destrucción en la que casi nadie creía. Por millares se sublevaron los soldados entrerrianos en lo que se llamó los desbandes de Basualdo y Toledo.
Sencillamente la tropa abandonaba su lugar. No había obediencia debida, ni cumplimiento de órdenes que no se compartían. Los gauchos, los negros, los indios, los criollos que formaban parte de las tropas sencillamente dejaron las concentraciones militares y regresaron a sus hogares.
Fue un magnífico ejemplo de desobediencia a conciencia. En Basualdo, las autoridades no pudieron hacer nada. En Toledo hubo represión a cargo del ejército de Brasil.
Pero hubo, además, una guerra a la guerra. Desde la pluma, los intelectuales sembraron conciencia contra el genocidio. El periodista Daniel Tirso Fiorotto tiene muy bien investigado el rol que cumplió el periodismo de Paraná, de Entre Ríos, contra el ataque al pueblo paraguayo.
“Conocer cómo contestamos los entrerrianos en la peor de las circunstancias, es decir, en el mayor cataclismo producido por el hombre en esta región, la Guerra al Paraguay nos deja un sabor agridulce y nos sumerge en mil interrogantes”, considera Fiorotto.
No duda en hablar de periodistas preclaros que enfrentaron al estado, al gobierno, al poder económico y político, a la historia convencional y lo hicieron en tiempo presente. No con la seguridad que da la distancia en el tiempo.
José Hernández, el paradigma de la poesía gauchesca, fue periodista en Paraná. “¿Cómo puede llamarse guerra de regeneración para el Paraguay la que estamos sustentando, arrebatando palmo a palmo el territorio y pasando adelante sólo sobre los cadáveres de sus defensores?”, se preguntó en forma retórica el creador del Martín Fierro.
“Si la fría política de nuestros gobiernos –denunció– desconoce la extensión de esa inmensa desgracia, exaltemos en el pueblo los sentimientos hidalgos y caballerescos que lo realzan y enseñemos a los gobiernos que la bandera argentina puede traspasar sus fronteras para llevar la libertad a los pueblos oprimidos, pero no para vejarlos y humillarlos en el estertor de sus horas de agonía”.
En su investigación, Fiorotto aporta unos párrafos de Olegario Víctor Andrade que conmocionan por su claridad y dureza.
“¿A dónde va el soldado de la independencia de América, que paseó su bandera redentora desde las barrancas del Paraná hasta los confines del antiguo Imperio de los Incas, proclamando a la faz del mundo que desterraba para siempre del suelo libertado la influencia monárquica y la dominación extranjera que había pesado tres siglos sobre el continente del sud? Va a ciegas sin saber a dónde le conducen porque un impostor disfrazado con la túnica de los profetas, le ha dicho que puede buscarse el progreso por el sacrificio, la vida por la sangre, la resurrección por la muerte”, escribió Andrade.
“Va a prestar su bandera –se contesta– para cobijar bajo su sombra las rapiñas del Brasil y servir de alcahuete a sus vergonzosas liviandades a los escándalos de su prostitución política y social. Va a contribuir a remachar las cadenas del Paraguay que disputando está con noble valentía, la conservación de su vida a los verdugos que quieren atarle al cuello la áspera soga de la esclavitud extranjera”.
En una sala del Museo de Paraná se conservan los muebles del presidente de la república aplastada. Un testimonio silencioso. Un trofeo de la muerte y el olvido.
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raul sebastian -