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PARAGUAY: DESMEMORIA ENDÉMICA

  • José Antonio Vera

La historia de Paraguay, aunque no sea excepción, es muy injusta con su pasado y con sus mejores hijos, a los que formalmente se les rememora con oportunistas discursos en fechas patrias o designando algún pueblo o calle con su nombre, sin la más mínima explicación sobre su significación.

Una nada inocente enajenación en la politiquería y el comercio, sacrifica el diálogo y la búsqueda de respuestas a ese y otros problemas e impide ver la desaparición física, y generalmente en la miseria, de los últimos héroes nacionales de la absurda Guerra del Chaco desde 1932 al 35, contra Bolivia.

Las revoluciones comuneras, ausentes en los programas de estudio, comenzaron en 1572, renacieron en 1645, cuando instalaron un Obispo al frente del Gobierno, y otro estallido se produjo en 1671, más de un siglo antes de la heroica Comuna de la Nueva Granada, hoy Colombia.

En 1665, los comuneros habían forzado la destitución de un Presidente, “por el delito de negligencia”. Asumió el pueblo en asamblea popular, con autonomía respecto al Cabildo y priorizando “El Común”, por encima de toda otra autoridad.

 

Producto de las rebeliones comuneras, y antes que la Revolución Francesa del Siglo XVIII,  los paraguayos se dieron una Junta Gubernativa con poder popular directo, que derrotó a las tropas del virreinato y, al igual que en el siglo anterior, designó Gobernador a un Obispo. (Fernando Lugo no es el primero).

 

José de Antequera y Castro, nacido en Panamá, Juez en Charcas, fue enviado en 1721 por la Corona Española para mediar entre los alzados nativos, los jesuitas y el representante del Virreinato, que se enfrentaban por las encomiendas, ese abusivo tributo que los delegados españoles se hacían pagar por la población, a la cual tenían por misión cristianizar.

 

Frente a tanta injusticia, Antequera se rebeló, se convirtió en líder comunero y durante dos años condujo combates en las calles y campos. Apresado y llevado prisionero a Charcas, murió en 1723, durante un motín en la cárcel, pero la lucha comunera recién fue vencida 13 años después.

 

Otro ejemplo, indiferente para la historiografía oficial, es la figura de José Félix Bogado, simple lanchero que ayudó a José de San Martín para atravesar el Paraná, después que el General lo intercambiara por presos españoles y lo enrolara como soldado raso en la cruzada libertadora que atravesó los Andes.

 

En la lucha por la Independencia de Chile, Bogado combatió en Maipú y en otras batallas, y en Perú se le vio en las primeras filas en el Callao, Junín, Ayacucho, donde el Libertador Simón Bolívar lo ascendió a Teniente-Coronel.

 

De retorno en 1826, condujo hasta Buenos Aires a los únicos siete sobrevivientes  Granaderos a Caballo. Su figura es reverenciada en Argentina pero en su país está prácticamente borrado de los relatos de historia.

 

Entre los muchos héroes populares ignorados, y no sólo en Paraguay, ocupan un sitio de honor los guaraníes Pedro Antonio Areguatí, Felipe Patiño, Francisco Romero y Luciano Romero, participantes en 1825 en el Desembarco de los 33 Orientales en las playas de la Agraciada, clarinada independentista de Uruguay.

 

Sublime recordación merece Areguatí, quien combatió en la lucha libertadora de Perú, al igual que Bogado, y se negó a cobrar su salario de soldado porque “la causa” patriota necesitaba el dinero, resume Leonardo Haberkorn, tras entrevistar a varios investigadores en historia y antropólogos uruguayos.

 

Areguatí fue prisionero de los portugueses entre 1816 y 1822 y, una vez libre, prosiguió su combate, enrolándose en la  victoriosa cruzada libertadora del pueblo uruguayo, cuyo Gobierno, en 1842, consideró justo pagar una indemnización a todos los participantes del desembarco. El paraguayo no se presentó a cobrar.

 

Los tiempos, los hábitos y las conductas humanas cambian, pero abundan los casos que dejan penosa constancia de retroceso de la civilización.

 

En estos días, el Estado Paraguayo ha sido emplazado por el General Lino César Oviedo, para que le pague 20 millones de dólares como indemnización de múltiples daños que el  militar retirado, con abultada jubilación, considera haber sufrido en los últimos 13 años.

 

Acusado de múltiples delitos, entre ellos un inmenso enriquecimiento ilícito, Oviedo purgó dos años de cárcel, condenado a 10, por encabezar un frustrado Golpe de Estado contra el Presidente Juan Carlos Wasmosy en 1996. También está acusado de magnicidio y autoría moral de asesinatos.

 

El 23 de marzo de 1999, fue ejecutado en el centro de Asunción el Vicepresidente Luis María Argaña y, horas después, siete jóvenes que manifestaban en la Plaza del Congreso a favor de la democracia,  caían víctimas de francotiradores que obedecían órdenes de Oviedo, según numerosas fuentes.

 

Si algo faltaba para coronar la conducta antiética de Oviedo, este reclamo al erario público elimina las dudas. Lo más grave del asunto es que esa y otras desfachateces que impiden el desarrollo del país, se producen porque hay muchas complicidades en todos los estamentos del Estado y una amnesia general en la sociedad.

 

A nivel popular, sectores que activan para reconstruir el país, combatiendo la corrupción, han conformado la Coordinadora “No paguemos la Impunidad”, pero ese sano propósito ha sido contrarrestado de inmediato por el Poder Judicial con medidas de blanqueo de Oviedo, habilitándolo para reclamar esa reparación.

 

Miembros de la Suprema Corte acaban de recomendar a los jueces que permitan a algunos prófugos de la justicia defenderse desde el extranjero, como es el caso del defenestrado Coronel Gustavo Strossner, heredero de la inmensa fortuna que acumuló su padre en sus 35 años de tiranía, con miles de perseguidos y asesinados.

 

Agustín Matiauda, hermano de su madre, afirma que en 1980 el hijo del General Alfredo Strossner ya poseía dos mil millones de dólares en cuentas bancarias y en numerosas propiedades en el extranjero, “fruto de robos consumados por medio de licitaciones y seguros de las binacionales energéticas de Itaipú y Yaciretá”.

 

La perversidad que caracteriza la vida política nacional viene de antes, sin duda, pero se habría consolidado a partir de 1946, cuando el Partido Colorado asaltó el poder y terminó con un año de “primavera democrática”.

 

Desde 1989, con la expulsión a Brasil de Strossner, la maldad se perfeccionó y, operando un hábil maquillaje, abrió las puertas a la libertad política, sindical y de prensa, pero dejando intacta la estructura siniestra del General, hombre importante del criminal Operativo Cóndor.

 

“El único que falta soy yo”, comentó el octogenario militar, al mirar en un diario la foto del grupo de oficiales y civiles golpistas que habían sido sus más incondicionales. Exiliado en Brasil, donde tenía enormes inversiones, Strossner dejó montado un tenebroso entramado entre los tres poderes del Estado.

 

La Constitución Nacional, de 1992, preserva la maquinaria estronista al servicio de los dos partidos tradicionales, el Colorado y el Liberal,  y otorga mayor poder al Parlamento para condicionar al Ejecutivo y provocar ingobernabilidad si amenaza los intereses de la oligarquía, para lo cual necesita un Poder Judicial dañino.

 

Uno de los oficiales que participó en el desplazamiento del tirano fue Oviedo. Coronel entonces, pasó de inmediato a ocupar el papel jerárquico del General Andrés Rodríguez, cabeza del golpe, y nuevo mandatario, sindicado narcotraficante por el Pentágono, desde varios años antes.

 

A diferencia de la moderación de los otros militares que participaron en ese putch,  mayoría recogidos en la intimidad hogareña, Oviedo ignora al grupo y, tras la misteriosa muerte de Rodríguez en Estados Unidos, se autoproclamó jefe y Mesías al frente del Partido UNACE, un conglomerado de grosera demagogia estronista.

 

Producto de la superficialidad, concuspicencia y complicidades, Oviedo ejerce una considerable influencia sobre el Parlamento Nacional, donde sus peones  ocupan la tercera bancada y se abrazan con toda fuerza que sabotee al gobierno de Lugo.

 

Oviedo exhibe una vida principesca, imitando el caso de Rodríguez,  que  tanto sorprendió al Rey Juan Carlos, cuando lo visitó en su  castillo y, viendo los grifos y empuñaduras de las puertas enchapados en oro, quiso saber cómo hace un General en Paraguay, para acumular tanta fortuna.

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