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HA… CHE RETà PARAGUAY ✓

QUE CORRUPTOS SOMOS

  • Andrés Granje

El Paraguay figura entre los países mas corruptos del mundo,  como casi todos los años aparece el nombre del país entre  los que encabezan la lista, en Sudamérica solamente Venezuela está por encima nuestro, según el informe dado a conocer sobre la percepción de la gente sobre  corrupción, por la organización Transparencia Internacional, en Berlín, Alemania, sin que este dato alarmante, desgarrador, deprimente por donde se lo mire,  inquiete mucho a la ciudadanía y menos a las autoridades nacionales, desde el momento que nada se hace para salir de esta  ubicación  poco envidiable, al contrario pareciera que hasta nos causa agrado malsano o cierta alegría cruel, salir de la mediocridad y destacarnos en algo, aunque mas no sea en hecho tan deplorable y de tan mala fama, como ser segundos en corrupción en Sudamérica.

 

Cuando afirmamos que parece que nos gusta está ubicación, recordamos los comentarios que generaron cuando hace mas de una década se daba a conocer la lista y las posiciones de los países sobre percepción de corrupción de acuerdo a parámetros de medición confiables  que denotan inequívocamente el grado de corrupción,  de Transparencia Internacional, la casi alegría que el hecho generaba a la población, maravillada de que por fin existiera un organismo internacional que pudiera justipreciar cabalmente nuestras inveteradas costumbres irregulares y poco confiables. Sin pensar en las tremendas consecuencias que estos excesos tienen de nocivo para el Paraguay, lo que torna prácticamente inviable nuestro desarrollo como sociedad.

 

Las dificultades se dan adentro y afuera, cualquier ciudadano que sale afuera es mas controlado que cualquier otro de países de la región, porque va de un país poco serio, donde es fácil burlar las vigilancias de control, de la misma forma ningún inversionista serio quiere venir a radicar capital acá, pues entiende que no tendrá seguridad jurídica necesaria llegado el momento que tiene que recurrir a la justicia para dirimir los conflictos que usualmente surgen en las relaciones comerciales o industriales. Estos hechos nos condenan a aceptar el ingreso de grupos de inversores golondrinas, personas averiadas y oportunistas, que encuentran el ambiente ideal, el paraíso de la ilegalidad buscado para realizar negocios piratas con productos falsificados acrecentando cada día mas nuestra deplorable fama.

 

Pero no podemos quedarnos solamente en la enunciación del problema, en el diagnostico de la enfermedad, como siempre hacemos, debemos avanzar en la erradicación de los focos mas contaminados de corrupción, pero sabiendo que extirparlo es una tarea en el caso nuestro que debe formar parte de un largo proceso de reconversión a la legalidad y no un suceso de dos o tres medidas del gobierno coyunturales que busca el impacto mediático para volver a lo mismo después. En una sociedad con valores tan trastocado y en donde la venalidad, es como la segunda piel de los funcionarios públicos y forma parte de la naturaleza de la población proponer  la coima y el soborno a las autoridades, mucho debemos corregir y reeducarnos para cambiar de practicas. Siendo para eso fundamental el rigor de las leyes y la probidad de los jueces que  condenen de forma ejemplar a los que cometen delito de corrupción.

 

2 comentarios

Anónimo -

LA IMPUNIDAD PREMIA A LOSCORRUPTOS Y ALIENTA A LOS QUE SABEN QUE SALDRÁN SIN CASTIGO

La impunidad de la corrupción alienta a los corruptos. Como no hay sanciones para los transgresores de las normas -o son tan mínimas que resultan más bien una burla a la ciudadanía antes que un castigo-, se va ampliando la cantidad de los que prefieren lo torcido a lo correcto. En el caso del ahora ex fiscal de Caaguazú, Pablo Duarte, queda evidenciado, una vez más, que los sinvergüenzas cuentan con el respaldo de los que les garantizan la ausencia de castigo.

Cuando era fiscal, Duarte había sido filmado al recibir una coima de 5.000.000 de guaraníes para devolver dos vehículos retenidos. Como el acusado - que renunció a su cargo de fiscal- admitió su culpa, el juez de Garantías Rubén Ayala Brun le dejó impune.

Es cierto que, durante 12 meses, tendrá que entregar en donación unos 400.000 guaraníes a una institución de beneficencia, el mismo monto que recibió como pago ilegal. La suma, sin embargo, es insignificante considerando el daño que causó a la imagen de la Justicia y la ofensa a la sociedad a la que representaba y defraudó.

Casos como estos -para ser juzgados con sentido de equidad- no tendrían que ser medidos en base a lo estrictamente cuantificable, sino en proporción al daño colateral que provoca a la institución de la que formaba parte y su impacto en la credibilidad de las personas en el sistema judicial.

Un fiscal, en tanto sea integrante del Ministerio Público, tiene como función social representar a la sociedad para exigir el cumplimiento de las leyes ante los organismos jurisdiccionales. Si él es el primero en violar las leyes, es obvio que su transgresión es mucho más grave, porque traiciona la confianza depositada en su persona.

De una forma muy simplista, sin embargo, el magistrado interviniente le gratifica al delincuente confeso y le deja sin castigo. Los G. 5.000.000 que tiene que desembolsar son irrisorios e insignificantes. En la práctica, es lo mismo que decir que quedó impune, ya que la expectativa de pena a la que se exponía era de cárcel hasta un máximo de 7 años y medio.

Situaciones de esta naturaleza son las que alientan a los corruptos a continuar enriqueciéndose mediante sus cargos y desalientan a los que todavía creen que en el ámbito judicial se pueden resolver las controversias de acuerdo a lo que dictan las normas del derecho, sin que oscuras manos incidan en la dirección de la sentencia.

Su moraleja social es que como muy pocos son descubiertos en flagrancia -quién sabe cuántos lograron concretar sus coimas "exitosamente"- y, además, no reciben sanción alguna atendiendo a la gravedad de los hechos, el festival puede continuar todavía indefinidamente.

Este último episodio tiene que servir al menos para renovar la conciencia de la necesidad de cambiar a los administradores de Justicia y los valores que priman en ese ámbito. La repetición de errores no tiene que arriar la bandera de los que creen que burlas tan descaradas a la ciudadanía tienen que terminar alguna vez.

Anónimo -

LA VERDADERA ENFERMEDAD DEL PAÍS

El informe de la organización Transparencia Internacional vuelve a colocar a Paraguay entre los países más corruptos del continente, superado tan solo por Venezuela. En el ránking elaborado en base a encuestas y consultas a expertos y empresas, nuestro país ocupa el lugar 146, sobre un total de 178 naciones analizadas. En el extremo positivo de la tabla se encuentran Chile, en el lugar 21, y Uruguay, que escaló hasta el puesto 24. Es preciso reconocer que no se trata de una noticia que pueda sorprender. La corrupción es a estas alturas una parte integrante de la gestión pública, de la cual es extremadamente difícil separarla. El soborno, el tráfico de influencias y una variedad de irregularidades constituyen no la excepción sino la norma en la mayoría de las oficias gubernamentales, a nivel nacional, departamental o municipal. Se trata de conductas asumidas culturalmente como inevitables y hasta necesarias para el funcionamiento de las instituciones.

Es verdad además que el tan ansiado cambio político no se tradujo hasta el momento en una reducción drástica de los índices de corrupción. El gobierno surgido de las elecciones generales del 2008 no se ha mostrado capaz de desterrar las viejas prácticas que tanto daño hicieron al prestigio de las instituciones y a la imagen del país en el terreno internacional. El modelo clientelista y prebendario subsiste en el Estado, que no fue capaz de llevar ante la justicia a los mayores corruptos. Las investigaciones y los procesos abiertos a veces sin la suficiente consistencia por el Ministerio Público acabaron por naufragar ante un Poder Judicial deteriorado por la venalidad. La ciudadanía asiste entonces a la ostentación impúdica de los ladrones de las riquezas obtenidas en su fructífero paso por cualquier repartición pública.

La corrupción no es, sin embargo, un atributo exclusivo de la función pública. Es una enfermedad que se ha extendido a todo el tejido social, operando ya como una fuerza cultural, una pauta de convivencia contra la que es casi imposible rebelarse. En las empresas, en colegios y universidades, en los clubes sociales, en los partidos políticos, la integridad parece ser una virtud devaluada, una muestra de inocencia inútil para el “mundo real”. Mientras tanto, por el otro lado, se ensalzan antivalores (coimas, arribismo, infracciones de todo tipo) que son presentados como signos de astucia, de “viveza” y de habilidad. El resultado es una República que corre el riesgo de tornarse inviable a mediano plazo, ya que el crecimiento económico y la consecuente superación de los agudos problemas sociales suponen la instalación de fuertes inversiones, incompatibles con un esquema de sobornos y privilegios basados en la corrupción.

Sería ciertamente ingenuo pretender que este estado de cosas cambie por el solo efecto de exhortaciones morales o reproches éticos. Para comenzar a revertir esta situación, el Estado tiene ante sí tres misiones tangibles y muy concretas: a) derrotar definitivamente la impunidad. La justicia debe aplicar con todo rigor los castigos previstos en las leyes a quienes defraudan la confianza de la comunidad. Esta tarea será imposible sin una depuración dentro mismo del Poder Judicial, comenzando por su autoridad principal, la Corte Suprema de Justicia. b) el mejoramiento de los ya existentes y la creación de nuevos mecanismos de control ciudadano sobre el trabajo de los funcionarios públicos. c) una labor educativa sistemática y a largo plazo en la búsqueda de forjar nuevas generaciones de ciudadanos comprometidos éticamente con la nación.