LOS JEGUAKÁVA, EL ÑEMIT Y EL OPY
La comunidad Remanso Toro está asentada aproximadamente a 15 kilómetros de la Ruta VII, a la altura del Km 49, en el departamento de Alto Paraná. Luego de atravesar inmensas extensiones de latifundios sojeros, de los que gran parte portaban estandartes de la empresa Nobrico Star Matrisoja, se llega al asentamiento, conformado por dos casas comunales y un opy, además de otra pequeña habitación a unos metros del núcleo, donde yacía un anciano convaleciente. La comunidad no se encuentra directamente agredida por la extensión del monocultivo –como sí lo está un porcentaje de la población campesina paraguaya–, pero la distancia se va acortando progresivamente.
En otros casos la exposición es más directa, sobre todo al considerar que las reglas de residencia posmatrimonial de este grupo mbya se organizan a base de la neolocalidad, es decir que las familias de procreación se instalan a cierta distancia del centro, con una organización de tipo nuclear, lo cual concretamente implica que estas unidades diseminadas a cierta distancia entre sí son e irán siendo gradualmente afectadas en proporción al crecimiento de la agricultura mecanizada. De hecho, en ciertos trechos pueden observarse casas abandonadas y derruidas como islas cercadas por la marea verde del sojal.
De algún modo, los antiguos habitantes habrán tenido un sendero que los conectara con la vía principal, pero los cultivos coparon ciertos caminos y hasta un cementerio ancestral. No existen franjas de seguridad que protejan a los habitantes durante las fumigaciones, los desmontes se efectuaron indiscriminadamente sin dejar la cantidad mínima de extensión boscosa por área cultivada, el rociado con plaguicidas que pude corroborar se estaba realizando a la mañana con un fuerte viento que expandía el hedor a veneno. Cuando bajé a sacar unas fotografías del momento en que la maquinaria se encontraba en plena pulverización de los agroquímicos, luego de unos metros nos cierran el camino dos camionetas y en tono amenazante una persona se dirige a nosotros en portuñol para inquirirnos acerca de cuál era el problema. Asumimos una actitud evasiva en todo momento (ñembotavy) y seguimos el camino hostilmente escoltados por la guardia privada del empresario. Durante unos minutos fuimos literalmente secuestrados, y lo peor –pensé– es que en la portada de ningún diario exigirían nuestra liberación.
El ñemitÿ
Los nativos mbya cultivan rubros de autoconsumo como el manduvi, kumanda, mandi’o, avati, yety, ka’a, andai y esporádicamente realizan trabajos asalariados para procurarse otros artículos de uso y consumo. Así también el excedente generado se destina al intercambio directo por otras especies, ya que el único rubro de producción animal que explotan –al menos según pude observar en lo que duró mi estadía– se limitaba a ejemplares avícolas. Cabría afirmar que gozan de gran autonomía y en comparación a las condiciones generales de la problemática indígena del Paraguay, y particularmente la de los núcleos de población originaria asentados en centros urbanos como albergues y espacios públicos, el promedio de calidad de vida se mantiene en términos admisibles, al menos considerando que viven en sus propias tierras, y no existen indicios de que vayan a venderlas por “carecer de aptitudes para el trabajo”, según sostiene el paradigma hegemónico que asocia a los indígenas una inherente improductividad a fin racionalizar la sustracción y anexión de sus territorios a los dominios de las empresas exportadoras de commodities.
Se generan, además, ingresos en moneda a través de la venta de cerbatanas, maracas, entre otros objetos artesanales. Lo cual, a su vez, desmiente que los guaraníes –generalización imprecisa y arriesgada– hayan desarrollado una artesanía de orden estrictamente utilitario, pues muchos de los artículos tienen un significado relativamente autónomo e independiente a su funcionalidad.
En cuanto a los elementos materiales, emplean instrumentos de metal para el trabajo agrícola, como el machete, la asada y el hacha. En general son muy laboriosos, y al despuntar el día ya se los ve trabajando en el kokue, realizando faenas de limpieza, siembra y cosecha. En este sentido parece no existir una división muy rígida del trabajo a base de género, pues las mujeres realizan la misma labor que los hombres, acompañados de los niños, que alternan la actividad entre el juego y el trabajo, si es que alguna diferencia establecemos entre ambos.
A fin de mantener e ir mejorando las condiciones de vida de esta parcialidad correspondería reforzar la satisfactoria autonomía con la que cuentan, diversificando los cultivos e ir disminuyendo la dependencia del trabajo asalariado, que de por sí se mantiene en un bajo promedio. Paralelamente, solo a partir de la aplicación de las reglamentaciones ambientales y de mitigación podrán conservarse los territorios indígenas como aptos para la vida humana, pues en algunos casos los cultivos ya están bordeando los cursos de agua y ranchos campesinos apenas separados entre sí por una estrecha calle de arena. A raíz de esta situación, los agricultores asfixiados por el avance arrollador del monocultivo pasaron a engrosar luego de su expulsión el lumpen del subtrabajo en Ciudad del Este. De hecho, en la zona del centro de esta ciudad ya se constituyeron en un paisaje corriente los niños indígenas que deambulan por las calles entre la mendicidad y la inhalación de cola sintética. Un cuadro similar al que se tiene en Asunción y otros centros urbanos que no pueden absorber la demanda generada por los desplazados como consecuencia del ensanchamiento de las fronteras agrícolas, un sistema eminentemente extractivo que no genera empleo.
El opy
El día que presencié la interpretación de los cánticos rituales en el opy, llegamos ya bien alcanzada la tarde. Se me permitió participar en la ceremonia gracias a la intervención de un amigo de la comunidad, Rogelio Cadogan, hijo del más grande antropólogo de la cultura guaraní, León Cadogan. Las conversaciones que sucedieron a nuestra llegada eran de risas y buen humor, el trato muy cordial y las anécdotas creaban una atmósfera de confianza. Luego, cuando ya había oscurecido, empezaron a escucharse los primeros redobles del takuapu (bastón rítmico), las maracas y el mba’e pu porã (adaptación de la guitarra). Paulatinamente, a medida que las estrellas alumbraban con mayor intensidad y las luciérnagas trazaban remolinos de luz a nuestro alrededor, surgió el primer silencio prolongado. Todos advirtieron al parecer qué ocurría. En ese momento, Rogelio Cadogan consulta al chamán si “ikatu jajeapysaka nde ayvu opypegua” (¿podríamos escuchar tu palabra inspirada que proviene del opy?). El chamán de la comunidad responde dubitativamente. Después de cierto lapso, va a consultar con las mujeres que estaban en el opy –al menos parecía muy seguro que eso fue lo que hizo al ingresar en el interior del tapýi, porque aquella noche jachukáva vyapu oñemboapykaraê (el cántico sagrado de las mujeres ha tomado asiento en primer lugar), y no podía ser interrumpido por la presencia de extraños–.
Al ingresar finalmente a la casa de los cantos –una cabaña con techo de dos caídas cubierto de tupida paja y sostenido por horcones de cedro, empalizadas con postes bien encastrados de la misma madera, revestidas al exterior de una especie de masa de tierra, tal vez adobe– se observaba a dos mujeres sentadas que tocaban el takuapu, que luego se pondrían de pie para intervenir en el coro que formaban las voces de respuesta a los estribillos pronunciados por el chamán, un joven el mba’e pu porã y otros dos, también jóvenes, agitaban las maracas. El ñembo’e’ýva (el o la que dirige las plegarias), conocido con el nombre de Elías, portaba un yvyra’i y, mientras circulaba el tatachina kãnga –nombre sagrado de la pipa donde se fuma el pety–, empezó a discurrir sobre las ñe’ê porã tenonde, también llamadas ayvu marãe’ÿ. Entre tanto, desde afuera se escuchaban los latigazos que marcaban la presencia de quien quedó como guardián en el umbral del opy.
Una súbita convulsión agitó mi cuerpo, inconscientemente dispuesto en posición de ser engendrado, cuando escuché que se referían a Ñamandu. Nada de sincretismo ni asimilación; estaba presenciando un ritual puramente mbya que permaneció impermeable a la influencia externa, a pesar de las sostenidas relaciones de subalternidad respecto a la sociedad envolvente:
Ñe’ê porãngue i jajeapysaka,
koarie yvýre ñandemandu’arã.
Jajeapysaka Ñande Ru rekore i,
Ñe’ê porãngue i
Yvy rupa,
Yvy rupáre
Ñande yvaga’i,
Ore Ru Tenonde i.
A’eramo roguapyetéramo
Ñande Ru Ñamandu
Ñanemopu’ãramorupi jajemboaguyjete.
A’eramo,
Ore Ru Ñamandu Tenonde’i
ñandepytyvõ jajeapysakáramo.
Koarie ijavaetéva a’eramigua
rogueropochy Karai oreyvate.
A’évare,
yvyrupi ogueropy’a guasu va’erã.
Koarie ejeapysaka ñandereko i tenonde i.
Escuchamos las genuinas palabras hermosas,
para que después de esto en medio de la tierra lo recordemos.
Escuchamos las reglas de la vida genuina de Nuestro Padre.
Las verdaderas palabras hermosas, en la morada terrenal, nuestro pequeño paraíso, Nuestro Verdadero Padre.
Si después de esto tomamos asiento, a raíz de que nuestro Padre Ñamandu hizo que nos irguiéramos es que llegamos hacia la plenitud.
Por ello, nuestro verdadero Padre Ñamandu, el primero, nos ayuda si es que escuchamos.
Si después de esto las cosas se muestran horrorosas, es porque encolerizamos a Karai, el situado encima de nosotros.
Por ello, en medio de la morada terrenal debemos tener valor.
Después de esto escucha nuestras primeras y auténticas costumbres.
Así, como relataba Carlos Martínez Gamba en el prólogo de su obra Ayvu Rendy Vera, compilación de textos de los mbya de Misiones, el mecanismo de defensa por excelencia ante el acoso de extraños empleado hasta ahora por los nativos es la apariencia de la conversión, manifestada en actitudes evasivas que trasmiten la percepción de que olvidaron en absoluto las tradiciones orales cuando se les inquiere al respecto.
La ocasión en que conocí a José González de Curuguaty, cuyo nombre mbya, según me lo señaló, es Kuaray, ante la pregunta sobre sus costumbres religiosas, denotaba ciertos indicios de que habían incorporado en su totalidad los elementos de la teología cristina. Sin embargo, en el tiempo de mi visita el mismo se encontraba en la comunidad de Alto Paraná, formando parte activa del ritual ancestral, lo cual me lleva a inferir que mis precipitadas interrogaciones fueron correspondidas con respuestas que se desviaban sustancialmente de la verdad. En efecto, un momento de la ceremonia fue dedicado a Kuaray, nombrado bajo la expresión Ñande Ru Tenonde i. Respecto al posfijo cabe aclarar que la partícula “i” no solo tiene la función de marcar el diminutivo, sino también se refiere a lo que posee excelencia y connotabilidad, como en yvyra i –vara-insignia–, Ñamandu i –Ñamandu-excelente– (Ver Félix Giménez y Angélica Alverico de Quinteros, El principio creador entre los mbya, Suplemento Antropológico, CEADUC, Dic.1992, pág. 31-86).
En definitiva, el primer resultado que arroja el más elemental sondeo de la representación ritual de esta etnia es que hasta ahora mantienen vigente la matriz de la tradición mítica originaria, manifestada en la figura de Ñamandu, el principio transformador que se desplegó en medio de las tinieblas primigenias. Por consiguiente, a pesar de la transformación radical del medio en el que se desenvuelven, lo que los obligó a adoptar formas culturales alternativas de subsistencia, en la tenue oscuridad del opy siguen comportándose como genuinos jeguakáva tenonde porãngue i, como “los primeros elegidos que han portado el hermoso adorno de plumas”.
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