LOS ROSTROS ANÓNIMOS
Un cuento de Adrián Sinay, premiado con la segunda Mención de Honor en el Concurso de Cuentos Cortos “Elena Ammatuna” 2008.
Los Rostros Anónimos
Que una mujer nacida en una barriada indigente de la capital de Minas Gerais, que una pobre infeliz de pedófila inauguración sexual quien ha dedicado ocho de sus veinte breves años a la prostitución, decida un-día-de-un-mes-de-un-año, en un súbito e incongruente arranque del corazón, decida decíamos, no volver a someterse a las morbosas aficiones de su más notable “benefactor”, en complicidad sincera con Lázaro Figueroa, un pésimo contrabandista de Clorinda, resulta poco creíble. Más aún si tenemos en cuenta que quien completa este aleatorio trivarietal de las viñas del Señor, es nada más y nada menos que el eterno dictador del Paraguay.
Tal vez si, tal vez no.
Los acontecimientos se sucedieron de esta manera.
Hacia 1989 (año comenzado en domingo en el calendario gregoriano) Lázaro Figueroa cuenta la edad de veinticinco. Es un joven de melena güera, de trasnochados ojos pardos, de serenidad chaqueña; un golpe de suerte con los dados en un garito de Barrio Obrero, durante una húmeda madrugada de verano, alimenta ostensiblemente sus desnutridos bolsillos; alcoholizado y excitado por la inesperada visita de la fortuna, acaba la jornada en un lujoso lupanar de Villa Morra, del cual oyó hablar en jornadas con amigos. Allí, mientras espera ansioso a que alguna de las pupilas se desocupe, conversa con Ña Berni; la mujer, de unos cincuenta años, Madama del lugar, tiene rostro de hombre, grasa abundante y hálito pestilente. Igualmente Figueroa pone toda su atención en las descripciones detalladas que ésta le hace de: Fabiola, Lorena, Mabel, Mirna, Rosa y Ruth. Al tiempo que recibe datos (probablemente fieles) sobre los atributos y las artes de cada una de las obreras carnales, va proyectando sus cuerpos en posturas que podrían pertenecer, sin dudas, a un pendiente e inédito Vātsyāyana Kāma-sūtra II. Las vislumbra en habitaciones de colorida luminiscencia y barroco ambiente, e inequívocamente, cree percibir aromas a vainilla, clavo, ylang-ylang, hierba buena, cardamomo y jazmín. Pese a todo, lo más extraordinario de su quimera no se centra en la innegable materialidad que adquieren los objetos, ni en la voluntad refulgente de un sinnúmero de luces de cálidos tonos, mucho menos en las esencias que se transportan por el aire, libres, sin anularse, y que bien podrían ser reales. Lo desconcertante se halla en la obstinada repetición de un único y desconocido rostro en las seis mujeres, cuya anatomía si, nuestro ínfimo pirata fronterizo, logra distinguir.
Tal vez si. Tal vez no.
Esa mañana y las cinco siguientes.
Lázaro Figueroa lleva de la teoría a la práctica las indocumentadas posturas kamasútricas; favorece en cada prolongada visita, sabemos ya el porqué, a una puta diferente. Comprueba de ese modo sin asombro alguno, que tanto cuerpos, como dormitorios e inciensos, son análogos a los imaginados previamente por el; del rostro anónimo, sólo rastros al momento de eyacular, infaliblemente con las seis. No lo inquieta el fracaso de la búsqueda, como tampoco la insolvencia que, por promoverla, ha alcanzado. Sabe que a unas cuarenta cuadras del prostíbulo, apenas pasando Avenida Madame Lynch, está el almacén de Regis Macedo, brasiguayo facineroso de Pedro Juan Caballero o Ponta Pora (nunca lo supo con exactitud), quien le debe un par de favores y mas de un par de billetes. Ejecuta una marcha cansina de pasos arrastrados que invaden las aceras vacías de la avenida Mcal. López, fumando cigarrillos negros con inconfesado alivio. El hecho de que aquel dulcineo rostro no pertenezca a una de las seis mujeres de mala vida lo anima, de manera incomprensible, a sentirse platónicamente correspondido. Figueroa, quien cuenta un solo y desafortunado amor en su haber, piensa en ello y expande los pulmones de la misma forma en que lo hace cuando realiza un tráfico de vinos sin pérdidas, o cuando termina un buen plato de bori bori. O a veces, como en esta ocasión, cuando acaba una larga caminata.
Tal vez si. Tal vez no.
Lázaro, levántate y anda.
Regis Macedo, dueño de un local de “variedades” montado en una casona ubicada sobre el callejón San Antonio, una oscura y empedrada diagonal que nace en Mcal. López, pasando unos cien metros Madame Lynch, conoció a Figueroa en Puerto Elsa. No sabemos con exactitud cuales fueron sus negocios, ni si fueron exitosos. Lo cierto es que, además de la deuda moral y monetaria de Macedo, había quedado entre ellos una especie de amistad, de camaradería por así decirlo. Prueba fehaciente de ello es lo que ocurre una vez que nuestro caminante solitario ingresa a la casa, como tantas otras veces, por la puerta lateral, sin dar aviso. Al atravesar el estrecho corredor que lo deposita en el amplio patio trasero, que es de tierra, se encuentra con un enfrentamiento desigual. Dos hombres acorralan al brasiguayo contra la última pared. Tres puñales relumbran. A pesar de la desventaja, Macedo luce sereno, sin gotas de sudor en su oscura piel. Es hábil con la hoja y lo sabe. Es por eso, que al ver una cara conocida, acercarse temerosamente botella en mano, decide atacar. Los gritos rompen la quietud de la noche en ese callejón de Zona Norte. Figueroa estalla el envase en uno de los cráneos desconocidos, e inmediatamente, recibe un golpe en la sien que lo desorienta, las sombras se le confunden; por momentos ganan, por momentos pierden. De tres negruras quedan dos, y luego una. Finalmente la mano extendida de un Regis Macedo mal herido es la que lo ayuda a ponerse de pie. Una estocada baja ingresó profunda en las carnes del norteño, y lo sabe; pierde el equilibrio y Figueroa lo sostiene, lo recuesta en la hamaca que pronto se tiñe de rojo. El moribundo binacional utiliza sus últimos minutos para agradecer la vida jugada, la valentía secreta. Le comenta también los pormenores del altercado; una mulher le dice, queeu tentaba sacar de Asunción, de Paraguay, le dice. Figueroa intenta calmarlo, pero es inútil. En eso, también le dice, que los cuerpos regados en el suelo seco y duro, son dois sicarios do rubio, já sabe, más noticias le dice, y es lo ultimo que dice.
Tal vez si. Tal vez no.
Los rostros anónimos.
Hay quienes creen que los amores platónicos tienen fecha de vencimiento, y que esta se puede ver sólo, y con mucha concentración, en el interior de los parpados. A Yara, cuyo nombre en yoruba-guaraní significa Diosa de los ríos, intentar leer esa data mientras aguarda a Regis escondida en el ropero de madera vieja, le resulta una buena distracción. Esta bella y sensual morena, de ojos profundos, de larga cabellera, de formas sutiles, sabe que desde que decidió escapar del Excelentísimo Señor Presidente de la República (…), su vida y la de los que la rodean, no vale dos monedas. Es por eso que al escuchar los alaridos de dolor provenientes del patio trasero, decide salir. Al atravesar la puerta de tela metálica que comunica la cocina con el exterior, su visión le ofrece ambiguas sensaciones; por un lado, el amigo, el único buen amigo, agonizando velozmente sobre el charco de su propia tinta; por el otro, el rostro, aquel rostro aparecido en los únicos tres orgasmos sorpresivos y negligentes de su vida profesional, confortándolo, escuchándolo. No hace falta que expliquemos lo que para Lázaro Figueroa significó ver el rostro de nuestra Diosa de los ríos allí, inmóvil. Misma Diosa consagrada en un prostíbulo minutos-horas-días antes.
La sangre de Macedo aun no paraba de correr cuando nuestro espiritual dúo yacía íntegramente desprovisto de avatares y prendas en su propia cama, plenamente concientes del inminente y anunciado final. Más noticias, dijo Regis. Já sabe, dijo. Era cuestión de esperar al siguiente par de matones, o a la policía, o al propio General Stroessner y su Guardia Presidencial. Si la hembra mineira albergaba imperceptibles esperanzas de alguna índole, o si el insurgente varón cegado por la tangencia no acusó temor, no se sabe. Se saben si, sus últimas tres preguntas, sus últimas tres respuestas, antes de acabar con sus vidas ¿Hora? 23:17 ¿Fecha? 2 de febrero ¿Año? 1989.
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